Para merecer el título de gobernante no basta con ofrecer a la Patria los mejores esfuerzos; no basta con agotar la salud y ofrendar la vida por el bien del pueblo que se gobierna; no basta con apartarse de cuantos cuidados exigen la familia y la hacienda propias. Hay que llegar a más: el despego de toda recompensa, incluso de aquella que consiste en el público aplauso.
Dios quiso hacer del oficio de gobernante uno escogido entre los escogidos. Por eso, sin duda, permitió que los más ilustres directores de pueblos recogieran amarga cosecha de ingratitudes. Tal fue la mayor señal de privilegio que pudo otorgarles: privar a su misión de todo regalo humano; dejarla en su calidad escueta y gloriosa de "deber".
La vocación de gobernante (la "pura" vocación de gobernante, no sus falsificaciones) sólo llama a los mejores espíritus. A los que, por adelantado, cuentan con que la injusticia será su galardón y lo aceptan abnegadamente.
Tendrá motivo para dudar de contarse entre los elegidos quien no se sintiera capaz de soportar en silencio, heroicamente, sobre todo durante la adversidad, el clamoreo de los mediocres, el veneno de los envidiosos, la ridícula ironía de los pedantes y el desparpajo insolvente de todos aquellos que nunca sabrán lo que es llevar con dignidad sobre los hombros el grave honor de las magistraturas.
¡No importa! En ese silencio heroico del gobernante caído se depura el alma y adquieren los ojos claridad para mirar más alto. El temporal martirio viene a ser la investidura de la Historia; nadie sin ella logrará que su nombre resuene ensalzado durante siglos. Es el purgatorio. Luego empieza la gloria para siempre.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
La Nación, 12 de febrero de 1930
Unión Patriótica, 18 de febrero de 1930.
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