Desde octubre de 1936, el Gobierno vasco se empeñó en la construcción de un enorme sistema defensivo cuyo objetivo era hacer de Bilbao una ciudad inexpugnable.
IMANOL VILLA/BILBAO
Para las tropas del general Mola, la caída de Bilbao era cuestión de tiempo. Guipúzcoa y Álava habían sucumbido de forma fulminante, por lo que nada podía hacer Vizcaya ante el poderío militar nacional. Nada, a excepción de retrasar una muerte anunciada, a costa de aumentar no sólo la agonía de su población sino la rabia y el odio casi visceral de sus enemigos. Sin embargo, para el Departamento de Defensa del Gobierno vasco, la suerte no estaba echada. Podían resistir e, incluso, vencer. Estaban obligados a pensar de ese modo, no sólo para mantener la moral de la población sino para guardar fidelidad a la Historia. Bilbao había sido sitiada dos veces y en ambos casos había resistido.
La Villa era invicta y debía seguir siéndolo. Para ello, había que transformar a la capital vizcaína en un lugar inexpugnable y sólido como una roca. De ahí que, entre las primeras decisiones del Gobierno autónomo en tareas de defensa, figurase una que hacía referencia a la creación, dentro del Departamento de Defensa, de la llamada Sección de Fortificaciones. A su mando, vista la enorme importancia que dicha sección habría de alcanzar, se colocó a uno de los hombres de confianza del lehendakari Aguirre, Alberto Montaud, quien también era jefe del Estado Mayor del Ejército de Euskadi.
Armas automáticas.
A juicio de los principales mandos militares vascos y, sobre todo, para la cúpula dirigente del PNV, la línea defensiva a construir habría de proteger los centros neurálgicos del territorio, además de cortar el paso del enemigo hacia la capital. El puerto, el aeródromo de Sondika, las industrias a orillas de la ría y los embalses de Zollo conformaban un conjunto de lugares clave que bajo ningún concepto habría de permitirse que fueran atacados. Para su protección se eligió un sistema de fortificaciones surgido de las experiencias de la Primera Guerra Mundial. Según éstas, el diseño de obras de tierra no sólo permitía a los defensores movimientos rápidos y flexibles, sino que convertía a las armas automáticas en instrumentos de resistencia con una eficacia altísima. De esta manera y según apuntó Montaud, se estableció una línea defensiva en la que el armamento ligero habría de jugar un papel primordial. Al mismo tiempo se diseñaron múltiples líneas para facilitar las tareas de protección. «Una red de caminos -señalaba Montaud-, que habría de crearse para completar el servicio ofrecido por las carreteras, facilitaría en su momento la acumulación de reserva y de masa artillera suficiente para contrarrestar el ataque».
El 6 de octubre de 1936, el capitán de ingenieros Pablo Murga fue elegido como primer jefe de tan magna obra. La decisión de su designación fue un auténtico fiasco, no sólo por lo que duró en el cargo, sino porque él mismo había confesado, desde el primer día de su nombramiento, sus amplias simpatías por los nacionales y las enormes ganas que tenía de pasarse al otro bando. Así que, vista su entrega, no extrañó que pocos días después, el 28 de ese mismo mes, cuando el cónsul de Austria-Hungría, Wilhelm Wakonigg, fue detenido en la escalerilla del buque inglés 'Exmouth', se le encontrase entre la documentación un minucioso informe elaborado por el mismísimo Pablo Murga en el que se daban importantes detalles sobre la construcción del cinturón defensivo de Bilbao. Lógicamente fue destituido de forma fulminante y ejecutado el 19 de noviembre del 36. Su sucesor en el cargo fue un antiguo capitán del Ejército nacido en Elorrio y afiliado al PNV. Se llamaba Alejandro Goicoechea.
Las obras del Cinturón de Hierro habían comenzado el 9 de octubre de 1936 con 10.998 obreros en faena. Los primeros lugares sobre los que se construyó la fortificación fueron los sectores de Urduliz, Artebacarra, Miravalles, Sodupe, Ciérvana, Lujua y Lauquiniz, es decir, lo más cercano a Bilbao. Cuando Goicoechea se hizo cargo del proyecto, la nómina de trabajadores ascendió hasta los 13.289, aunque esto no duró mucho ya que, a finales del 36, las obras las ejecutaban tan sólo 2.500 obreros. Ya entrados en 1937, la cifra subiría hasta los 8.500. No obstante, pese a la enorme importancia estratégica y humana de las obras, éstas se desarrollaron de forma intermitente. Es más, según testimonios directos, parece que sólo se fortificaron de verdad el 28 % de las defensas, mientras que el perímetro no se terminó jamás. Aún así, la idea que sostenía al Cinturón de Hierro ejerció una influencia casi mágica en la moral de la población y de los soldados. Tanto fue así, que muchos creyeron que Bilbao era inexpugnable.
Aviación Nacional.
La verdad fue otra muy distinta, como si aquel proyecto hubiera estado marcado desde sus inicios por una extraña maldición. Si su primer encargado de obras había sido fusilado, el segundo, Goicoechea se pasó al bando nacional en febrero de 1937, según dijeron, con los planos de la línea defensiva para entregárselos al enemigo. De esa forma. Pero, ¿de verdad les sirvió para algo a los franquistas su deserción? No del todo ya que, incluso, lo quisieron fusilar a las primeras de cambio. Lo cierto fue que la teoría militar en la que se había basado la filosofía estratégica de la construcción del cinturón defensivo estaba anticuada. La aviación nacional había fotografiado hasta la saciedad todo el proceso de construcción. Además, durante las operaciones de asedio, 110 aviones se encargaron de desgastar las defensas en las que tantas esperanzas se habían puesto. A esto se sumó que la construcción adolecía de graves errores, tales como el hecho de que las trincheras se cavasen en línea recta y que las aberturas de los búnkeres fueran demasiado grandes y llamativas. Aún así, nada atenúa la traición de Goicoechea.
Aquel entramado de trincheras, puestos ocultos de ametralladoras, galerías casi interminables y refugios tuvo un coste de más de 50 millones de pesetas. Demasiado dinero para tan poco resultado final, aunque quizás fue lo suficiente para, durante unos meses, haber mantenido la moral alta y la creencia de que, una vez más, Bilbao se mantendría invicto. Por desgracia no fue así.
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