Se denomina niños de Rusia a los cuatro mil (4000) menores de edad enviados desde la zona republicana a la Unión Soviética, entre marzo 1937 y octubre de 1938. Esta historia constituye, visto desde hoy, una de las mayores tragedias de nuestra historia contemporánea. Privados de todo contacto directo con sus familias, sin posibilidad para poder salir de Rusia, sufriendo las penurias de la II Guerra Mundial, serían explotados para sus propias necesidades propagandísticas por el régimen soviético, convirtiéndose en moneda de cambio de unas frías negociaciones comerciales entre su patria de origen y la de adopción. Algunos regresaron a España entre 1956 y 1959 y otros se trasladaron a Cuba durante la década de 1960, aunque un importante colectivo ha permanecido en Rusia hasta la actualidad. En febrero de 2004 aún se contaban 239 "Niños de Rusia" como residentes en los territorios de la antigua Unión Soviética, según los archivos del Centro Español de Moscú. Es común también la referencia a los mismos, en general, como los niños de la Guerra.
Las fuentes que hoy pueden manejarse, con la apertura de los archivos soviéticos, no hacen sino abundar en lo que ellos denunciaron en su día y permiten afirmar que al margen de cualquier consideración humanitaria, y al igual que en los aspectos militar y cultural, la participación soviética en el conflicto civil, no fue otra cosa que un proyecto fríamente calculado y dirigido en su totalidad por el Comité Central del Partido Comunista. No es dato irrelevante al respecto conocer que todas las expediciones de los niños fueron dirigidas y controladas por el servicio de contraespionaje soviético (Daniel Kowalski: “La Unión Soviética y la guerra civil española”). Denostados durante decenas de años como vendidos al capitalismo, aquellos primeros cronistas denunciaban realmente la impostura en la que gustosamente se adormecía la inteligencia occidental.
Un grupo de niños, ya adolescentes, posa junta a la dirigente comunista Dolores Ibárruri "La Pasionaria"
Desde el momento de su llegada a Rusia, en donde fueron recibidos en loor de multitudes, los niños iban a ser adoctrinados en un sistema de valores sociopolíticos que nada tenían que ver con sus raíces culturales. Y si éstas no llegaron a perderse definitivamente, cabe atribuirlo a la abnegada, y en ocasiones heroica, labor de los maestros españoles que los acompañaban y de los que quienes aún viven siguen guardando imperecedera memoria.
En 1938, el encargado de Negocios de la República, don Vicente Polo, acaso el español que, con los maestros, más se preocupó por los niños, informaba al gobierno de la República de la carencia de libros españoles. Se le dio la callada por respuesta, lo que implícitamente significaba la concesión de carta blanca al Kremlin para que siguiese adelante con su proceso educativo. Este admirable don Vicente volvería a jugar un papel igualmente inútil, pero más trascendente. A finales de 1939 se dirigió de nuevo al Gobierno haciéndose eco de los deseos de los maestros de volver a España, “pues no quieren permanecer aquí si se pierde la guerra”.
El final de la guerra en España y el casi inmediato comienzo de la Mundial significaría para los jóvenes expatriados no sólo la pérdida de su posición de privilegio, sino de sus esperanzas de retorno a España. Al igual que millones de ciudadanos rusos, se van a ver obligados a luchar por su vida. En sus memorias, Fernández Sánchez explica también cómo sus problemas comienzan en ese momento con la llegada de los dirigentes comunistas españoles. “Dolores lbárruri recorría impetuosa y contundente las casas de niños repartiendo críticas: descubría a una muchacha con las uñas pintadas y levantándole el brazo gritó: ¡Estas no son las manos de la hija de un proletario!”
La trágica realidad de la guerra se imponía y dos años después de su llegada los jóvenes trasterrados emprenderían una nueva y también dramática evacuación. En el mejor de los casos, su destino serían los llamados koljós de trabajo colectivo, en lugares remotos que iban de Samarkanda, en el Asia central, hasta las estribaciones de los Urales. Y en el peor, el trabajo prácticamente de esclavo en las fábricas de armamento. Alberto Fernández Arrieta, fallecido en Moscú, al que nunca se le permitió regresar a España y que fue presidente del Centro Español de Moscú, le relató al periodista Luis Matías López su terrible peripecia personal de este tiempo: “A mi hermano le destinaron, de los primeros, a una fábrica en 1942. Nunca más pude saber de él. A mí me sacaron de la casa de niños en 1943 y con 14 años me llevaron a una fábrica de morteros en la que nos juntamos hasta 60 españoles, sometidos a un trabajo agotador de 18 horas diarias...” (El País, 9-2003).
Estos años y los siguientes marcarían para siempre la vida de quienes ya dejaban de ser niños. En 1947, dos años después de haber acabado la guerra y con ocasión del décimo aniversario de su llegada a la URSS, unos dos mil supervivientes son reunidos en el teatro Stanislavski de Moscú, en donde masivamente manifiestan su deseo de permanecer en ella. El resto, hasta los cuatro mil que llegaron en 1937, o se negaba a ser dirigidos por la dictadura soviética, o habían muerto en la guerra y en los Gulags.
Hay un terrible episodio que retrata hasta qué punto había llegado su situación, y es el que protagonizan los hermanos Meana Carrillo, cuyos apellidos hacen pensar en una procedencia gijonesa. Uno de ellos se suicidaría bebiéndose una botella de ácido sulfúrico, y el otro, convencido de que la Pasionaria era el principal obstáculo para el regreso de ambos a España, intentó acuchillarla en su alojamiento del hotel Lux, a partir de cuyo momento se pierde su rastro.
Ni Dolores Ibárruri ni el Partido Comunista estuvieron nunca dispuestos al regreso de los expatriados. Jesús Hernández, que abandonó la URSS en 1944, transcribe en su libro “El país de la gran mentira” las siguientes crueles palabras de la secretaria general del partido: “No podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y prostitutas”. Muchos años después, Francisco Baragaño, hoy con 78 años, que participó en el año 2000 en una caravana organizada por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, le diría al periodista de “El País” Francisco Perejil: “cuando terminó la guerra civil y nuestros padres nos reclamaban, ella no movió ni un dedo por nosotros. Nos decían ella y el partido que Franco no permitía nuestro regreso. Y era mentira. Nos jodió a todos la vida. No hizo nada ni en 1945 cuando quedó claro que no era Franco quien impedía nuestro regreso, sino el partido”.
España, en efecto, no les había olvidado. En febrero de 1947, el diplomático español señor Tarrasa inicia en Ginebra unos contactos con el capitán suizo Schaerer, que actuaba en nombre de la Unión Soviética, de la que era agente. El propósito del contacto era negociar no sólo acuerdos comerciales interesantes para ambos países, sino incluso, y aunque parezca increíble, ¡una alianza militar!. No obstante, ningún paso debía darse sin antes solucionarse el problema de los niños recluidos en Rusia o el de los prisioneros de la División Azul.
Habrían de pasar otros cinco años hasta que en 1954 las autoridades del Kremlin liberasen a los divisionarios, que llegan a Barcelona a bordo del buque Semiramis a mediados de agosto. Era la señal para el retorno de los otros tres grupos de españoles, lo que ocurriría entre finales de 1956 y comienzos de 1957, un periodo del que se conocen al menos cuatro expediciones de repatriados.
Los gobernadores civiles reciben entonces instrucciones para que a los retornados se les ofrezcan trabajo y vivienda dignos. En Gijón, encuentran acomodo, según recuerdan trabajadores hoy jubilados, una escribiente, un empleado del economato, otras del garaje, un experto en hornos de acero y una química. Gabriel Amiana, que trabajaría en Madrid como traductor y redactor de “Arriba”, le diría a un redactor de “El Alcázar” (28-10-76): “Aquí, en España, supe por primera vez lo que era vivir en una habitación individual, acostumbrado a hacerlo en Rusia con dos y tres familias”.
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