domingo, 22 de agosto de 2010

Parte II.- Mussolini como Duce.


-¿Usted conoció mucho mejor a Mussolini que a Hitler?

-Sí.


-¿Se sentía usted más cerca del Duce?


-Muchísimo más. Mussolini era humano por excelencia. Tenía inteligencia y corazón. Yo sentía una afección muy sincera para él. Y su cruel destino es tanto más lamentable cuanto que antes de la guerra había traído muchísimos beneficios a su país.


-¿Cómo pudo lanzarse a una aventura parecida, en junio de mil novecientos cuarenta, cuando atacó por la espalda a Francia?


-Esto fue, en efecto, un error tremendo. El signo del destino. Desde hacía muchos meses, Mussolini era objeto de incesantes solicitaciones de Hitler y le era muy difícil sustraerse durante más tiempo a las presiones de un aliado –sobre todo de un aliado tal como la Alemania Nazi–. El Duce constataba que los alemanes iban a acabar con Francia sin que él hubiese desenvainado la espada para ayudarles. Además, la derrota francesa le asombraba. Estaba consternado, pero persuadido de la supremacía militar alemana. Consideraba que el interés de Italia consistía en tomar parte en la segunda fase del conflicto: el asalto –obligatoriamente victorioso– contra Gran Bretaña.

Otra razón empujó a Mussolini a ayudar militarmente a Hitler. Era su sentido del honor y de la fidelidad. Había firmado un pacto con Alemania: debía, pues, tarde o temprano, ponerse a su lado. 

Como existía entre el Duce y yo una gran estimación recíproca, tuvo a bien avisarme de sus intenciones. Me escribió, pues. Nos pedía toda la comprensión y toda la buena voluntad española, pero nada más. Le contesté enseguida, aconsejándole la neutralidad. Me acuerdo que le cité el viejo refrán: «Se sabe cómo empiezan las cosas, nunca como acaban». Intenté razonarle tratando problemas estratégicos con que tendría que enfrentarse. ¿La preparación militar de Italia estaba a punto? Incluso si fuese así, tendría que dividir sus fuerzas entre teatros de operaciones separados por el mar: teatros europeo y africano. El teatro de África se encontraba a su vez dividido en dos sectores: Libia y Tripolitana por un lado, Abisinia por el otro.

[Tripolitana se llamaba una provincia de Libia que limitaba al N. por el mar Mediterráneo, al E. por Cirenaica, al S. por Fezzan y al O. Por Túnez. Capital: Trípoli. Fue invadida y anexionada por Italia en 1912. Durante la primera parte de la II Guerra Mundial, Tripolitana estuvo ocupada por fuerzas italianas y alemanas hasta que la victoriosa marcha del VIII Ejército británico (1943) desde Egipto a Túnez colocó al país bajo control aliado. Por el Tratado de Paz de 1947, en que Italia renunció a la soberanía sobre Tripolitana, el territorio fue confiado a la administración británica. En diciembre de 1951, con la aprobación de las Naciones Unidas, pasó a formar parte, junto con Cirenaica y Fezzan, del nuevo reino de Libia. En 1969, el ejército dio un golpe de Estado progresista, y nombró presidente del Consejo Militar Revolucionario al coronel Muammar el-Gaddafi.]

Me contestó que desde su punto de vista, no había más que un solo teatro de operaciones: Europa. «Si Europa se conquista, se gana todo. Si Europa se pierde, poco importa África del Norte», me dijo. Añadió que agradecía mi sinceridad de amigo, pero que demasiados barcos italianos se veían detenidos en Gibraltar por el control inglés, lo que hería la dignidad de su nación. Además, concluía, la suerte de Europa se había jugado ya, y él apostaba por el partido que iba a triunfar sin la menor duda.


-¿Fue al año siguiente, Excelencia, cuando usted se encontró con Mussolini en la costa italiana, en Bordighera?


-Me alegré tanto más de esta reunión en Italia cuanto que hubiese tenido que celebrarse mucho tiempo antes. Mussolini, en efecto, me había hecho prometer durante la guerra civil que el primer país que yo visitaría después de la victoria del Movimiento sería Italia. Pero se habían interpuesto los primeros problemas urgentes. Luego, la guerra mundial había empezado. Las circunstancias no se prestaban a una visita oficial de amistad. El Duce, sin embargo, deseaba profundamente nuestro encuentro. Recibí de él un mensaje: en recuerdo de la promesa de antaño, me proponía ir a verle a Bordighera. Acepté con sumo gusto, y nos entrevistamos el doce de febrero de mil novecientos cuarenta y uno.


-¿Estaba siempre tan seguro de la victoria?


-Sí. Seguía convencido de que Alemania, gracias al valor de sus tropas y de su armamento, y gracias sobre todo a sus nuevas armas, por entonces aún secretas, ganaría la guerra. Pero comprendía ya que el precio de la victoria sería terrible y que, por otra parte, en la lucha como en la paz, Alemania era una cosa e Italia otra. Italia acababa de sufrir serios reveses contra Grecia. No se habían transformado en desastre, pero el Duce había tenido que aceptar la ayuda alemana, y la moral de la población había recibido el impacto, tanto más cuanto que los bombarderos ingleses se intensificaban. Es así como la víspera de mi llegada, Génova había recibido una lluvia de bombas que habían sembrado destrozos y pánico. El pueblo estaba pesimista y áspero. Las dificultades crecientes, la falta de entusiasmo para la alianza guerrera con los nazis inclinaban a los italianos hacia una moral de vencidos. Por eso, aunque afirmando que los nazis tenían que triunfar finalmente, Mussolini no parecía muy alegre en Bordighera. Estaba cansado, con la cara desencajada y la frente preocupada.


-¿Se mostró sincero con usted?


-¡Claro que sí! Ya le he dicho que era muy humano, espontáneo. Además, creo poder afirmar que tenía mucha amistad conmigo –amistad que fue recíproca hasta el último momento-. Hablamos con entera libertad de los acontecimientos. Apenas intentó persuadirme de entrar en guerra; comprendía que España debía pensar únicamente en curar sus heridas. Le hice una pregunta. Le dije: «Duce: ¿Si usted pudiese salir de la guerra, lo haría?». Se echó a reír alzando los brazos hacia el cielo y exclamó: « ¡Claro que sí, hombre, claro que sí!».

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