domingo, 22 de agosto de 2010

Parte IV: Sobre democracias y dictaduras.


-Me parece, Excelencia, que usted conoció muy bien al mariscal Pétain.

-Sí, y nuestros encuentros se escalonan sobre muchos años. El primero tuvo lugar en mil novecientos veinticinco; por entonces colaboramos en Marruecos. Más tarde solía verle con motivo de mis visitas a París.

Nos volvimos a encontrar en Madrid, donde el Gobierno francés le había mandado como embajador a principios de mil novecientos treinta y nueve. Manteníamos relaciones excelentes.

Cuando el mariscal fue llamado para formar parte del Gobierno de Paul Reynaud, en mil novecientos cuarenta, le aconsejé no aceptar.

«Se le impulsará a desempeñar un papel de portaestandarte –le dije–. Usted es el vencedor de Verdún, la máxima gloria viva de Francia. Usted es el símbolo de la Francia victoriosa y poderosa. Usted se va a convertir tal vez en el rehén de la renunciación francesa. Francia parece deslizarse hacia la derrota. Usted va hacia el sacrificio. Usted sufrirá amarguras que no merece en absoluto».

Contestó con una nobleza conmovedora. Estaba lúcido y sereno. «Sé lo que me espera –me dijo–. Pero tengo ochenta y cuatro años. No tengo nada que ofrecer a mi país sino yo mismo. Mi elección está hecha. Puesto que puedo aún ser útil a Francia sacrificándome, voy». Tenía un espíritu total de sacrificio. No se trataba de palabras.

-¿Ustedes se han vuelto a ver aún una vez más desde entonces?

-A mí regreso de Bordighera me detuve en Montpellier, a petición del Mariscal. Almorzamos juntos. Estaba encantado de volver a verle. Fue una entrevista muy amistosa, muy útil también, ya que nos dio la oportunidad de dilucidar algunos malentendidos.

-¿Cómo encontró usted al Mariscal en Montpellier?

-Igual que siempre, con un aspecto físico inmejorable, el espíritu claro. Siempre lúcido y sereno. Pero le faltaban conocimientos políticos. Y –viviendo en el recuerdo de la gloria francesa– no se daba cuenta de la situación presente en su país. Me hablaba sin cesar del porvenir, del resurgir nacional, hacía proyectos, decía: «Emprenderé esto, aquello...». Yo pensaba en el presente de Francia, en su subordinación trágica, en la división de su metrópoli.

“Acabé por exclamar: «Pero, señor Mariscal, es preciso ante todo que se preocupe por los dramas del momento». Se echó a reír y me dio la razón, repitiendo: « ¡Es verdad! ¡Es verdad!».

El mariscal Pétain fue un gran soldado y un gran francés.

-La estancia de Pierre Laval en España después de la derrota nazi y su repentina salida para Francia tienen algo misterioso. ¿Fue voluntariamente que Pierre Laval se entregó a las autoridades francesas?

-Cuando supe que Pierre Laval había tomado tierra en Barcelona, no supuse ni un instante que se propusiera permanecer en España como refugiado político. Era un estadista de fuerte experiencia. Tenía, por consiguiente, una clara noción de los problemas con los que tenía que enfrentarse un país como España. Al salir de nuestra guerra civil habíamos sabido permanecer neutrales durante todo el conflicto mundial de mil novecientos treinta y nueve-cuarenta y cinco, y esto, pese a preocupaciones a veces importantes. Una vez consumada la derrota del Eje teníamos, sin embargo, que tener en cuenta la hostilidad sin fundamento que numerosos ultras nos mostraban. Teníamos por entonces enormes dificultades con Francia. No podíamos pensar en aumentarlas sin motivos imperiosos, nacionales. Pues bien, la presencia de Pierre Laval en nuestro territorio aparecía ya como un desafío.

Pierre Laval comprendió muy bien todo esto. Tenía la posibilidad de ir fácilmente hacia otras naciones menos expuestas que nosotros a las dificultades. Unos amigos suyos le propusieron se embarcara para América del Sur. El barco estaba preparado. Pero Laval dijo que quería regresar a Francia. A pesar de la insistencia de sus amigos, persistió en su voluntad y se fue libremente hacia su destino.

-¿Pensó usted realmente después de la capitulación del Eje que España corría graves peligros?

-Desde luego. Hemos creído en el peligro y teníamos razón en creer en ello. Pero España estaba preparada para defenderse. Y yo sabía que la voluntad del pueblo español sería unánime. Existía el riesgo de excitaciones y provocaciones, el riesgo de una tentativa de invasión. España entera se hubiese agrupado instantáneamente, como lo iba a hacer a fines del año siguiente, cuando las Naciones Unidas decidieron las sanciones contra nosotros y la marcha de sus embajadores.

-¿Cómo piensa España contribuir a la paz del mundo?

-La verdadera finalidad que hay que alcanzar es la comprensión recíproca de todos los pueblos. De esta comprensión nace la paz.

-¿Ve usted una posibilidad en África del Norte? En caso afirmativo, ¿qué formas concretas, Excelencia, adoptaría dicha colaboración?

-En los tiempos pasados había una contradicción entre los intereses de España y de Francia en África del Norte. La profunda conmoción que está viviendo el Magreb hace que se junten sus intereses.

No hay equívoco posible. Deseamos los unos como los otros la paz y el orden y el progreso en los países musulmanes. Esta voluntad, que, sin lugar a dudas, nos es común, proviene, en primer lugar, de la afección que tenemos para los norteafricanos, que están tan cerca de nosotros en muchos puntos. Además, es consecuencia de una preocupación legítima: preservar nuestra obra en dichos países, en que hemos puesto tanto empeño, en que hemos realizado tantos esfuerzos, en que nuestros sacrificios, nuestras realizaciones, son perceptibles por todas partes.

Nuestro deber común consiste igualmente en proteger a nuestros compatriotas, que en todo el Magreb siguen contribuyendo al progreso. Queremos garantizar su seguridad y sus derechos. De este modo serviremos los verdaderos intereses de África del Norte.

-¿No es en el campo de la política internacional donde España y Francia deberían de ahora en adelante llegar a un estrecho entendimiento?

-Habría desde luego, que proceder a intercambios de puntos de vista en todas las cuestiones de interés común. Dos naciones de buena voluntad consiguen siempre ponerse de acuerdo. Los contactos sistemáticos entre los Gobiernos son siempre beneficiosos para los pueblos.

Tomemos el ejemplo de África del Norte, ya que estábamos hablando de ella ahora mismo. España y Francia han seguido durante mucho tiempo ahí caminos no sólo distintos, sino completamente divergentes. A menudo una de las dos naciones tuvo que enfrentarse bruscamente con las consecuencias de las decisiones unilaterales de la otra, y esto, pese a los acuerdos de mil novecientos doce y la Convención de Burgos, firmada entre los señores Jordana y Bérard, el veinticinco de febrero de mil novecientos treinta y nueve. Podría citar, entre otros casos, la destitución del Sultán Mohamed Ben Yusef, con el provisional acceso al Sultanato y al poder religioso de Sidi Muley Ben Arafa. ¿Cuál fue el resultado de esos «actuar por su cuenta»? Desórdenes, anarquía, sangre. Muchas oportunidades desperdiciadas. Ahora bien, si en el porvenir nos entendiésemos de verdad, los resultados podrían ser felices, lo mismo para nosotros como para el Magreb.

-Podemos esperar que caminamos hacia una verdadera Comunidad Europea. ¿Cuáles serían las relaciones de España con dicho conjunto?

-Veo dos etapas distintas, no sólo en las relaciones de las naciones europeas, sino mundiales. Una de estas etapas acaba de terminar. Hay que considerar, pues, por una parte, el pasado; por otra parte, el presente.

Antes de la última guerra mundial era la era de las rivalidades nacionales. Las divergencias de intereses supeditaban las relaciones entre los países. El ascenso de una nación determinada tenía como corolario ineludible el ocaso de otra. En los campos políticos, económicos y militares era un movimiento constante de balanza. Al poderío debía corresponder la debilidad. A la grandeza, la servidumbre. Cada nación llevaba su juego en la soledad, incluso cuando concertaba alianzas, pues cada país sólo consideraba su propio interés. Y los “grandes” del mundo, cada uno para sí mismo, tenía mucho cuidado en respetar lo que ellos llamaban «el equilibrio de las fuerzas»; dicho equilibrio, dependiendo de su propia fuerza y de la inferioridad del prójimo.

La última conflagración mundial ha modificado profundamente esas nociones. Al egoísmo sagrado de las naciones ha seguido el egoísmo sagrado de los grupos de naciones. A la era de las rivalidades nacionales, la era de las rivalidades entre los grupos de naciones –entre los bloques–.

En cada uno de los bloques, que se vigilan mutuamente, si una única nación se encuentra en peligro, todas las demás lo están también. Todos los miembros del bloque tienen las mismas esperanzas, las mismas inquietudes, los mismos intereses profundos. Cada uno de ellos está igualmente interesado en que todos sus vecinos se encuentren siempre más poderosos, más fuertes.

Yo había presentido este cambio capital. De ello hablé claramente en una carta a sir Winston Churchill en octubre de mil novecientos cuarenta y cuatro. Es fácil concebir el paso necesario del nacionalismo al supranacionalismo, paso que coincide con un cambio profundo en la mentalidad y en la voluntad de los pueblos. Desde aquel momento se veía claramente que el destino del mundo dependería de la evolución de la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.

-¿Cree usted que debemos quedar en la etapa de los bloques?

-Habrá tal vez una tercera etapa, la era de la concordia mundial.

-Ya que me permito invitarle a edificar castillos en el aire... ¿cree Su Excelencia que Francia y España puedan llegar a unirse en una Confederación?

-Desarrollando sistemáticamente nuestras relaciones en el campo económico, pero también cultural, pues es profundizando las relaciones humanas como las naciones progresan hacia la concordia. No petrificarse en rivalidades muertas en política exterior. Buscar lo que nos podría unir y empeñarse sinceramente en desarrollarlo. Cuanta más comprensión haya entre los pueblos español y francés, más llegarán a acercarse nuestros intereses. De la comprensión de los pueblos deriva la concordia de los Estados. Hasta ahora España tuvo que sufrir la incomprensión de gran parte del pueblo francés desde hace bastantes años. El comportamiento de los dirigentes franceses ha sido a menudo muy perjudicial para la concordia entre nuestros dos países.

Habría que volver a salir adelante sobre bases nuevas.

-¿La democracia liberal no es la llave política del mundo de mañana? ¿No pertenecen los dictadores, pese a ciertas apariencias, a una concepción política pasada?

-Con el nombre de «dictaduras», de «régimen de fuerza», ¡se pueden concebir tantas nociones diversas!

Dicho esto, todo lo que se crea debe morir. En los hombres, en la Naturaleza... y en la política.

Lo que usted llama democracia es, si no me equivoco, el sistema liberal basado en el juego de los Parlamentos y de los partidos.

-Sí.

-Pues bien, este sistema político ha dado ya todo que podía de sí. Y, en verdad, este sistema ha acumulado numerosos fracasos cuando se trató por los Gobiernos liberales de resolver los problemas nacionales esenciales. Ante los problemas fundamentales, la unión, la unidad de la nación, son indispensables. Y, sin duda alguna, la multiplicidad de los partidos llega a fomentar los desacuerdos nacionales en todas las grandes cuestiones.

No, la democracia no tiene nada que ver con el régimen de las asambleas parlamentarias y la multiplicidad de los partidos políticos rivales. La democracia consiste en averiguar cuál es la voluntad del pueblo y en servir dicha voluntad.

Pero, objetará usted, puesto que la base de la democracia consiste en el gobierno del pueblo por sí mismo, ¿y si el pueblo eligiese el régimen de los partidos? En verdad que dentro de cada nación incumbe al pueblo elegir su régimen político e incluso su destino. ¡Que se haga la voluntad popular, pero cada uno en su casa!

Hay, sin embargo, una diferencia entre los regímenes. En los regímenes liberales, el interés de los parlamentarios y de los partidos supera al interés público, mientras en los regímenes auténticamente nacionales es el interés público el que predomina.

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